domingo, 25 de noviembre de 2012

Historias de un Infierno V




Qué difícil es hallar una imagen de este tipo cuando una búsqueda de esta índole arroja puras imágenes porno ¬¬




Todos nacimos por amor, mas no todos nacimos para amar.


Oro. La vanidad materializada. Un buen nutriente para el ego. El afán de dar a un metal el valor suficiente para manejar tanto la economía mundial como para determinar el poder adquisitivo de una persona, o incluso su buen (o mal) gusto.

Yo caí en esas malas artes desde antes de nacer. Quien diga que uno forja su propio destino sigue en un mundo tan irreal como el paraíso o el infierno. Esos seres humanos que me concibieron se dedicaban a la joyería antes de engendrarme. Desde que mi mente aprendió a retener recuerdos los he visto dedicarse a ello, sin mayor impresión de mi parte más que el hecho, inconcebible para mí, que un pedazo de metal amarillo sin chiste era el que proporcionaba el dinero para que comiera, vistiera bien y tuviese, en términos casi proverbiales "la educación que ellos no tuvieron". Lo que mis padres probablemente nunca sabrán es que, entre más abro mi mente al conocimiento, más miserable me siento por ello. La ignorancia es una dicha, y a mi gusto es una máxima tan cierta como aquélla que reza "todo es relativo y esto es absolutamente cierto". Hemingway dijo que la felicidad en la gente inteligente es lo más raro que ha escuchado en su vida. Comparto esa opinión.

Desde que vi que había otras formas de ganar dinero para comer, supe que la joyería no era para mí. Me prometí nunca terminar como joyero. Pero el destino nunca carece de ironía. He tomado las suficientes decisiones equivocadas como para sentir que no hay vuelta de hoja. Y a diferencia de los ancianos filosóficos que (no hallo otra palabra para referirme a ello) siempre dicen la misma pendejada de "si pudiese repetir mi vida cometería los mismos errores", yo regresaría para corregir todos y cada uno de ellos.

Ahora soy joyero, y probablemente así me muera.

Lo único bueno que me ha dejado este oficio es el dinero para mantener mi orondo cuerpo, producto de vicios y abundante (aunque mala) alimentación. Pero fuera de ello no le hallo mayor beneficio. Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que tuve 2 días felices seguidos. Me sabe a cuento de hadas el recuerdo de despertar con una sonrisa, dar gracias a aquéllo que nos vigila desde alguna dimensión alterna (que todos nos limitamos a decir que está "allá arriba"), y vivir con mucho entusiasmo. Hoy no puedo despertar sin estar amargado. Me desespera estar rodeado de gente, a pesar de ser el pan de cada día. Ya no sé en qué momento me volví tan neurótico. Me duele la quijada cada vez que sonrío, puesto que ya no lo estilo. Por el cambio de la escuela al trabajo perdí a la mujer que quería entonces. Ahora me da gracia escuchar historias de amores de escuela. Esa inocencia de desconocer que, una vez que sales y empiezas a trabajar, ya nada es igual. Es un golpe tan fuerte dejar a un lado la "manita sudada", los encuentros diarios, el sexo con amor y sin preocupaciones, y empezar a ver por otros aspectos, conocer a otras personas que ponen en duda el amor que sientes, etc. Aquélla que otrora amé con cada fibra de mi alma, es ahora ésa cuyo nombre me da repugnancia recordar. Y desde entonces me volví insensible. Me era imposible enamorarme de alguien más...

O al menos eso pensaba.

Me trastorné tanto en el hecho que el amor, al final, no era lo que yo pensaba; que el destino me dejó donde me juré no terminar; y que todos mis sueños se habían hundido para dar paso a la basura de la realidad del día a día, que perdí todo respeto por mí mismo. Drogas, alcohol, tabaco, hacerme de deudas enormes por llenar el vacío, salir y acostarme con quien se dejase para no volver a saber de ellas nunca más (para bien o para mal, no muchas). No me di cuenta nunca que el problema no se había terminado. Sólo se ocultó, mas nunca desapareció. Muchas veces me preguntaba por qué las cosas no mejoraban. Después de lo que relato a continuación, comprendí que no mejoraron porque yo nunca me esforcé en mejorarlas, sólo en seguir ocultando la tristeza de ver mis sueños rotos.


Hace 3 semanas, en aquel horrible lugar al que acudo a malgastar mis fuerzas para comercializar ese metal que tanto he odiado desde que nací, se presentó una chica. A ojo de buen (¿culero?) cubero, tendría unos 21 años. Nunca he visto unos ojos iguales. Verdes, pero al mismo tiempo cafés. Parecía una mezcla de aceituna con avellana. Piel blanca, cabello lascio, esbelta, de estatura regular. Sin alardear, he visto a muchas mujeres hermosas, pero aquella criatura del demonio que se presentó en ese momento me pareció lo más hermoso que han visto mis miserables ojos. Venía acompañada de un señor de unos 55 años, que aunque bien conservado, sus arrugas delataban su edad. Completamente vestido de negro, casual pero elegante, y con un sombrero tipo norteño, también negro. Totalmente rapado. Por el look, podría jurar que parecía un sicario hecho y derecho. Concluyo que es su papá, así que prosigo.

Tras las formalidades iniciales de cualquier conversación, lo primero que sale de los hermosos labios de la chica fue que ya había ido anteriormente a cotizar un anillo de graduación, cuyos datos yo le había proporcionado. Me faltó la voz para responder. No recordaba que hubiese ido antes, y de haber ido, recordaría tan hermoso rostro. Pero era posible. Cada día en ese infierno es llenarme la mente de preocupaciones sobre deudas, trabajos por entregar, rachas de malas ventas desde hace años, precios de los malditos metales, y el seguir ahogando los gritos internos de que mis sueños siguen exigiendo atención, así que a cualquier persona que llegase a la tienda le daba una atención totalmente mecánica, casi automatizada, aunque cordial y respetuosa. Le doy la razón sobre ese hecho, y pregunto en qué le puedo servir. Me comenta de un anillo de graduación florentino, con diferentes datos. El señor que la acompaña empieza a interrogarme como si fuese el autor de un crimen que apenas se va a cometer. Respondo a todas sus preguntas, y yo mismo me sorprendo: para odiar tanto este oficio, lo conozco demasiado bien. Tomo la medida del dedo de la chica (sin antes regocijarme de tomar aquella mano tan suave con mis horribles pezuñas), acordamos un precio y la fecha de entrega, me dan el anticipo, me dejan oro para hacer uno de los 3 (los otros 2 yo tengo que agregarlos), agradecen y se van.

El principio del fin...

No sé si la neurosis me ha destrozado la memoria a corto plazo, o en verdad estuve demasiado distraído por el recuerdo de la chica, o simplemente tuve mucho trabajo en esas 2 semanas. El caso es que, dos días antes de la fecha de entrega acordada, no había aún empezado el anillo. La noche anterior al día acordado decido enviarle un mensaje de texto a la chica, quien me había dejado su número por cualquier cosa. Le digo que aún no está listo, y le pido un día más. Me responde con una simpatía y una ternura ajenas completamente a mi obscura existencia, que casi caigo en lágrimas. Había olvidado lo que es vivir sin la neurosis laboral habitual. Le agradezco, acordamos que se lo entregaba el viernes de la semana pasada, ella acepta, y comienzo a trabajar inmediatamente en su anillo.

Para mi desgracia no queda muy bien hecho, pero como no se veía mal, mi familia me aconseja mostrárselo a la clienta antes de repetirlo, por lo menos para demostrarle que en verdad estamos trabajando en su pedido. Aunque odie el oficio, sé que la joyería es precisión, exactitud y demás adjetivos de perfección, mismos que le dan el valor al oro o a la plata y los diferencian de un simple trozo de fierro dorado; y por encima de todo, sin importar tu oficio, la calidad de tu trabajo es la que habla de tu persona y la que asegura futuros trabajos, por lo que, entre mi neurosis y mi sentido de perfeccionismo (uno de mis mayores defectos -¿o cualidades?), la idea me parece una total estupidez.   Pero, dado que ya no tengo tiempo para repetirlo y entregarlo a tiempo, opto por tomarles la palabra.

La espero todo el día, sin éxito. Recibo un mensaje de ella a altas horas de la noche, diciéndome que no pudo ir el viernes acordado, puesto que tenía clase en su escuela, pero espera pasar el día siguiente. Me pregunta si puede verme antes de las 10 de la mañana, dado que a las 11 tiene clases de natación. Sin pensar, se me ocurre enviarle uno de vuelta diciéndole que la plaza donde trabajo no abre sus puertas al público hasta las 10, pero que si gusta, podemos vernos a las 9:30 en un Starbucks que está ubicado a media cuadra del mismo. Mi intención obviamente es otra, por cierto.

Tras enviarlo, comienzo a reír. No he leído un solo libro donde se expresen así. Todos hablan de "reunirse en la vieja librería" o bien "la vieja cafetería" o algo así. Todo por correo, por telégrafo, y los más finos, por teléfono. Nada de mensajes de texto, Starbucks ni demás basuras de globalización. Es curioso ver cómo todos estos aspectos en el siglo XXI son tan comunes que, al escribirlos, únicamente son absurdos. Isaac Asimov dijo que el problema de la sobrepoblación es que somos ya tantos que ya no importa si mueres. Algo así pasa con la escritura que redacte una situación actual.

Recibo un mensaje de vuelta, donde me dice que prefiere verme en el trabajo, aunque se le haga tarde. El primer golpe de vuelta a la realidad. Olvidé que soy su joyero, no su amigo. Que ella sigue siendo una niña estudiante, y yo ya soy un adulto. Que ella tiene 21 y yo 27. Que aunque ella sea muy linda y se le haga fácil enviarme mensajes después de las 11 de la noche preguntando por su anillo, no nos conocemos en absoluto. Y que las utopías amorosas únicamente se dan en los libros y en la televisión. Únicamente atino a responderle que ya le avisé a los policías de la plaza que le den permiso de entrar a las 9:30, y que a esa hora la espero. Me agradece con la ternura característica, y yo termino con un insomnio horrible.

Sé que en verdad estoy clavado por una razón muy estúpida. La primera vez que me enamoré de una chica, yo tenía 15 años. Toda la vida he sido un holgazán para levantarme temprano. Esta chica me gustaba tanto que no necesitaba que me despertaran. Siempre llegaba 10 minutos antes que ella, con tal de observarla desde que acudía a la escuela. Después de no volver a verla (se cambió de escuela), no recuerdo haber llegado nunca temprano ni a clase, ni a ver a alguna novia posterior. Vamos, ni al trabajo en esa asquerosa joyería. Y a pesar del insomnio, llego a las 9:00, media hora antes del momento acordado.

Se presenta con 20 minutos de retraso: a las 9:50, y yo quedo embelesado por volver a verla, aún cuando estuve 50 minutos sin hacer nada más que esperar. Llega con el mismo hombre mayor, vestido casi igual, aunque sin su sombrero. Supongo aún es demasiado temprano para que tenga que cubrirse del sol. Nos saludamos, les presento el trabajo, y sucede lo que imaginaba: no les gusta. O al menos a él. Ella hace algunas observaciones, pero fuera de ellas, parece satisfecha. El señor me pide el peso del anillo, solicita un triplet (lupa) para observarlo bien, y tras analizarlo un rato, concluye que está mal hecho (lo que yo ya sabía). Ofrezco repetirlo y entregárselos el jueves (anteantier), y acceden. Se van, mientras yo termino entre enojado por haber mostrado una joya tan mal hecha, contento por haberla visto otra vez, y frustrado de ver que otra vez no llegó sola y no pude aventarme.

 Toda esta semana me mandó mensajes, presionando sobre el avance de su anillo. A todo respondí como buen perro faldero. Incluso unos amigos me hicieron notar que era un imbécil, y que debía darme más mi lugar. Tras no pocas peleas con los joyeros que hicieron el anillo (principalmente porque me entregaron un anillo que, aunque bien hecho, no encajaba con mi perfeccionismo), quedó terminado 2 horas antes de la hora de entrega. Lo dejé en el taller de grabados a láser, mientras me consumía de nervios. Estaba casi seguro que iban a exigir su dinero de vuelta, cosa que para alguien tan perfeccionista, es lo mismo que recibir un balazo en el ego.

Estoy en el taller supervisando el grabado (y maldiciendo porque apenas lo estaban empezando) cuando un vecino me habla por teléfono. En sus palabras "te están esperando en la tienda un señor pelón y una vieja bien buena". Siento un escalofrío muy fuerte, al mismo tiempo que suelto la risa. Pensé que ya estaba tan trastornado que sólo a mí se me hacía tan hermosa esta chica. Me alegra ver que no tengo tan mal gusto. Acudo a la tienda, y ahí están. Ella con una blusa holgada, pero con mallones que remarcan su cuerpo esbelto, bien torneado y joven. Él, otra vez de negro, casual y elegante, y de vuelta con su sombrero negro de narco. Saludo a ambos y los invito al taller a que observen cómo va el grabado. Acceden encantados, y caminamos hacia allá, mientras yo balbuceo toda clase de excusas para disculparme por el hecho de que aún no está listo. La chica afirma tímidamente diciendo que no hay problema, y entonces me doy cuenta que el perfeccionismo me está destruyendo.

Dentro del taller, les hago seña de acercarse a la dichosa máquina y observar a través de la pequeña ventana de la misma, cómo se va marcando el logo. La chica observa emocionada. Tras algunas preguntas, como si la máquina tiene algún extractor para evitar que el polvo de oro lastime el lente del láser, qué tipo de documentos usa la máquina para saber qué grabar, entre otros aspectos, mismas respondidas por el sujeto a cargo del grabado, el señor con facha de narco me comenta que él fue joyero hace como 30 años, y que lo que más le sorprende es cómo han cambiado las técnicas de joyería. En sus tiempos todo era con troquel hecho con pantógrafo, no se hacían anillos de graduación con láser. No existía el oro blanco, era plata paladio. El oro rojo se sacaba mezclando oro con puro cobre, no con liga mecánica especial como la que yo había empleado. Me muestra su propio anillo de graduación, el cual tiene más de 30 años, de oro pesado. Tiene como 20 gramos de 14 kilates en un solo dedo, lo que me hace comprender por qué no le gustó el primer anillo que fabriqué. Ése pesaba 4 gramos, más que suficientes para el dedo de una chica. Ahora estoy por entregarle un monstruo de casi 11 gramos distribuido en 3 anillos para un dedo delgado.

El señor pregunta si hay forma de remarcar su anillo con el láser, puesto que por el desgaste ya no se distinguen bien los logos, a lo que respondo que es mejor que un joyero lo detalle a puro buril, y le comienzo a proporcionar la ubicación del mismo. Tras esto, me hace un repaso rápido de cómo era el Centro en sus tiempos de joyero. Los catálogos bien impresos eran un lujo, y la única forma de conservar la imagen de un trabajo especial era con el recuerdo, o con un molde, no con fotografías digitales copiadas a una tablet listas para mostrar a clientes, tal como yo les mostré 3 semanas atrás para convencerlos de trabajar juntos. Él mismo hace el comentario que, para lo joven que soy, conozco bien el giro, y me confiesa que convenció a la chica que yo hiciese su anillo de graduación porque él mismo quería ver eso de la fabricación láser, algo inédito para él, y que, al parecer, nadie más les ofreció, y mucho menos de aquella forma: mediante fotos digitales en una tablet.

Asiento y sonrío en silencio, mientras gozo mentalmente mi triunfo: a mis 27 años, con todo y mi desprecio por el oficio y por esos metales del demonio, soy el único estúpido en todo el Centro Histórico de la gran Ciudad de México que fabrica anillos de graduación en láser, que les toma fotos con una vil cámara de 7 megapixeles y arma un catálogo digital para ofrecer a futuros clientes. No le dije que he trabajado con decenas de joyeros, y todos siguen fabricándolos de esa forma: con troqueles, o alterando plásticos y/o ceras de troqueles y armando a mano la forma final de los anillos. La chica no parece comprender mucho de nuestra plática, y sólo observa emocionada cómo una luz brillante en la máquina parece iluminar al anillo para desaparecer rápidamente, reaparecer y repetir el proceso unas 10 veces por segundo, para al final dejar el grabado de cada logo en bajorrelieve.
El señor pregunta si aún se dilatará mucho. El grabador responde que aún tomará media hora para terminar. Dicen que van a ir a comer algo mientras esperan, y se van. Regreso mientras pienso si aventarme de una vez, o esperar un poco más.

De regreso en la joyería, le pregunto a mi vecino sobre qué opinaba de mis clientes, particularmente de la chica. Y ahí se me derrumbó el mundo.

Me dijo que le sorprendió, porque antes de que yo llegase, ellos estaban platicando, y de repente la chica lo tomó de la mano, se abrazaron fuertemente mientras reían, y se besaron. Y otro vecino, que al parecer también quedó embelesado ante la belleza de la chica, también lo confirma, con cierta expresión de frustración.



No es su papá, como yo pensaba... Es su novio.


No lo puedo creer. Pienso que lo están inventando. Pero escarbo rápidamente en mi memoria, y no hallo ningún recuerdo de haber escuchado a ella llamarlo "papá", o a él diciéndole "hija". Tampoco recuerdo que él haya desembolsado algún centavo para el anillo de su "hija". Ella me dio el dinero de su bolsa, lo que sólo tendría sentido si sus padres se lo hubiesen dado y él no lo fuese. Descarto la idea de estar ante el peor caso de incesto que haya conocido en mi vida, así que termino por dar la razón a lo que escuché.

No es su papá. Es su novio. No es la primer chica que conozco con ese gusto, y tampoco la primera que me gusta también con ese gusto. Sólo pienso en cuan estúpido soy.

Cuando regresan, el anillo ya está terminado. Yo suelo tomar fotos de todo lo que fabrico, especialmente de ese tipo de trabajos especiales. Nunca había hecho un anillo de graduación en tres oros. Y menos con esa dedicación. Así que, se podría decir que ésta era mi Magnum Opus. Pero no quiero saber ya nada. Les entrego el anillo, ella queda fascinada, pero no quiero escucharla. Si me preguntó algo, no la escuché. Él me pregunta el peso final del anillo, y parece contento al escuchar que son 11 gramos de los 3. Me pide el triplet de vuelta para comprobar el grabado, y tras verlo un minuto, me lo entrega, con una sonrisa de satisfacción total. Les cobro el dinero restante (que también me da ella de su billetera), y me despido sin verlos a la cara. Lo último que veo son sus hemosas piernas alejándose.

De repente se me ilumina la mente. ¡Quizá por fin esa basura llamada Facebook me sirva de algo! La busco. No aparece. Ni siquiera como una cuenta privada. Tampoco me extraña. No es la primer chica que conozco que le rehuye a las redes sociales para evitar exhibir su vida amorosa real. Eso solamente comprueba que aquél hombre, con toda la facha de sicario, es todo de ella menos su familiar o amigo.

Cierro la aplicación, y vuelvo a pensar en los libros que he leído. ¿Quién recurre a Facebook en ellos? ¿Tan vacía es la historia de mi generación?

En un hecho insólito, nunca había visto a tantas chavas fijarse en mí en tan poco tiempo (24 horas desde que la vi por última vez hasta ahora que estoy escribiendo). Y ninguna me distrajo siquiera un poco del recuerdo. No puedo sacarme de la cabeza esos hermosos ojos, ese rostro angelical, y lo peor: no puedo dejar de imaginar ese cuerpo tan delicioso en posesión de aquél hombre.  Probablemente dure así un rato, tal como con cierta AttentionHoe de quien escribí exactamente hace un año.

Aún sigo sin saber si esos asquerosos metales me han dejado algo más que dinero. Pero hoy sé, más que nunca, que sólo me han conducido a mi perdición, y ya no por las preocupaciones y los sueños rotos, sino porque algo dentro de mí sabe que por ellos encontré a la mujer que valía más que todo el oro del mundo, y no hay poder ni humano ni divino que me acerque a ella más que como el joyero que la trajo con vueltas pero que al final cumplió con su pedido...







Todos nacimos por amor, mas no todos nacimos para amar.