sábado, 30 de marzo de 2013

Historias de un Infierno VII



Imagen por Gregory Lee. Dense una vuelta x su blog, tiene ilustraciones majestuosas.




El laberinto del sueño, donde se pierden los demonios de la memoria.



Recuerdo que voy conduciendo por alguna calle que solía conocer, aunque no era para nada similar a lo que conozco como la realidad. Había quedado de verme con una chica. Sentía que esta vez sí iba a verla.

Estoy emocionado. Siento que esta vez sí voy a sanar las heridas. Tengo una facilidad etérea para herir a la gente. Creo que es mi único don. Toda la gente que se cruza en mi camino termina yéndose como si deseasen no haberme conocido nunca. Supongo que no es raro. Siempre que camino la gente me ve con recelo. Como si esperasen que en cualquier momento fuese a atacarlos. Otros me ven con asco. Desde que tengo uso de razón he sentido esas miradas. Incluso aquellos a quienes he considerado como amigos, en algún momento han sentido vergüenza de mí. O mejor dicho, yo he hallado la forma de avergonzarlos. Es de mala educación culpar a los demás del error social que es el desdoblar la mente.

Incluso las chicas a las que amé, quienes a su vez me amaron en su tiempo, fueron más heridas que yo. De una no sé absolutamente nada, y a veces barajo la posibilidad de que se haya suicidado. En el mundo actual, donde el registro digital de almas es una lista sin escapatoria, alguien que no aparezca o está muerto o simplemente vive en alguna isla remota. Y ella quedó muy trastornada tras nuestra ruptura, así que dudo que se haya aislado del sistema. Otras dos ahora son madres solteras. No es raro en la sociedad actual, donde como dijo acertadamente una chica llamada Zirta "antes las mujeres sólo venían al mundo a buscar marido y tener hijos, ahora vienen a tener hijos y luego a buscar marido". Una más, hizo que un hombre mayor que ella, con mucho dinero y bien parecido (en sus palabras), dejase a su esposa e hijos para casarse con ella. Desconozco qué fue de ella, pero aún recuerdo las veces que, aún sabiendo que yo era todo lo contrario (jodido, feo y de su edad, no mayor) siempre me buscase, como intentando revivir lo que alguna vez sentimos pero nunca nos atrevimos a aceptar. Aquello quedó sellado en un largo beso, del que nunca nos atrevimos a darle una historia. No fuimos nada, porque nunca nos atrevimos a ser todo.

Y todas ellas tienen algo en común: yo me siento en cierta forma responsable de sus destinos. Es absurdo, pero toda la vida algo o alguien me ha hecho sentir culpable de alguna estupidez, así que es casi una respuesta natural para mí. No puede suceder nada sin que me sienta culpable. Es un infierno. Un infierno silencioso, nadie parece comprenderlo. Siempre es más fácil admitir un trastorno y seguir adelante que adentrarse en el corazón y afrontar demonios que, a fin de cuentas, no morirán mientras yo siga vivo. ¿Para qué voy a luchar contra mí mismo, si morir es la única forma de vencer definitivamente? Es como querer cambiar un muro salitroso y apolillado. Por mucho que lo pinten y resanen, la única solución definitiva será derribarlo. El día que lo tiran, el muro se ha corregido, pero ya no existe. Se puede reemplazar, pero nunca será el mismo. Si yo muero, algo más ocupará mi lugar, mas ese algo no seré yo mismo.

Pero esta vez voy con una seguridad como nunca. Sé que esta vez podré ver a una de aquellas chicas a quienes lastimé, podré lamer sus heridas y reparar su corazón, hasta el punto antes de que me conociese. No tienes la culpa de ninguna herida, intenta decirme una voz interna. No hago caso. Sé que enmendaré las cosas.

Llego a una glorieta donde siempre pasé cuando era niño. Es bastante amplia, y en medio hay una fuente con una estatua de piedra majestuosa. Cibeles en una carroza jalada por leones. A sus alrededores hay edificios viejos, donde juraría que viven fantasmas, o lo que queda de ellos. En una esquina un restaurante de esos que cobran el triple de lo que cuesta una comida normal y te sirven la tercera parte de la misma. Te dejan el estómago y la cartera igual de vacíos. Junto hay un callejón donde los fines de semana se ponen puestos ambulantes vendiendo basura inútil y desechable a precios exorbitantes. A la derecha hay una escuela primaria, y más adelante un restaurante de comida japonesa aspiracional, no es ni barato ni delicioso.

Al menos todo eso hay normalmente.

Yo voy conduciendo un Subaru. Sólo sé que es un Subaru porque fue lo primero que se me ocurrió. Creo que ni siquiera he visto uno físicamente. Y da igual. No pienso en ello en el trayecto. Ni siquiera se me ocurre que realmente no tengo coche siquiera, ni tengo licencia de conducir. Vamos, no sé ni conducir. Algo dentro de mí sabe que todo esto es un sueño, pero en estos momentos es lo de menos, voy dando vuelta a la glorieta y conduciendo a buena velocidad, esperando ver a la chica a quien debo sanar. La glorieta parece más pequeña, y alrededor no hay edificios viejos, tianguis baratos, escuelas o restaurantes de mierda. Sólo hay muros de piedra. Parece una zona de guerra.

La veo a lo lejos, caminando sobre una calle con banquetas mal hechas, pavimento de quinta, y un camellón en medio con palmeras, como si esta ciudad estuviese en alguna costa. Me estaciono rápidamente en una orilla, apago el coche y salgo corriendo tras ella. Advierto que estoy en un carril de sentido contrario, pero no me detengo. Si hago daño a todo mi alrededor, un coche mal estacionado es lo de menos. Corro tan rápido como puedo. En menos de veinte metros siento los estragos del tabaquismo. Me duele el pecho, siento que se me achica aún más, pero no puedo detenerme. Sudo frío, me falta el aire, empiezo a enfocar menos de lo desenfocado que parece mi entorno. Un corazón roto me espera, digo para mis adentros. No me voy a morir sin reparar los daños. Así que sigo corriendo

Finalmente la alcanzo, jadeando y resoplando. Ella siente mi mano sobre su hombro. Voltea y sonríe asombrada. Podría jurar que se le humedecen los ojos mientras exclama "¡Hola!". La veo, y no hago nada. Siempre imaginé cómo reaccionaría si la volvía a ver. Fantaseaba sobre qué cara debía poner, qué debía decir, incluso cómo debía sentirme. Pero al estar frente a ella, no digo nada. No puedo. Veo que todo ya está perdido. Todo tiene sentido ahora. No puedo sentir nada por nadie más. Y no puedo dejar de engañarme a mí mismo. Nunca me he sentido culpable de nada, aún si es mi culpa realmente. Lo que me hace sentir mal es precisamente la falta de interés. El no poder preocuparme por nada. Y el dolor que siento es egoísmo disfrazado de empatía. Así que me alejo de ella. Aún si soy egoísta y no pienso más que en mí, ella no merece otra herida por ello.

A dos cuadras me detengo, sin mirar atrás. Entonces todo se vuelve aún más extraño. En una calle que juraría conocer, me detiene alguien que conozco. Más bien parece la sombra de alguien que conozco, pues no tiene forma. Me dice que ya es hora. Y caminamos a paso ligero hacia lo que parece un hospital en miniatura. Entro, donde un doctor más alto que yo me observa con ojos de desazón. Hay otras personas junto a él. Familiares y amigos, gente que insistía en mostrar genuina preocupación por mi porvenir, aunque algo dentro de mí sabe que, aunque están tristes y sollozando sólo son sombras. Sombras que asimilan muy bien los sentimientos. Casi tan bien como yo, el rey egoísmo.

Entro a una sala que parece sacada de una película futurista. Asimov tendría un orgasmo en seco al verla. Un cuarto de unos tres por dos metros. Arriba tiene una serie de focos blancos, que alumbraban como la antesala al paraíso. Un magneto electrónico sostenía una especie de tabla, similar a las de surf, pero sin aletas, y totalmente hecha de titanio. Me recordó la tabla de Silver Surfer. Fuera de ello, no había nada más en el cuarto. Ni muebles ni sillas, aunque el ambiente se sentía esterilizado. Sin duda era una habitación para cirugías. Un enfermero llegó al cuarto, movió un interruptor que había en la pared, y el magneto pareció soltar la tabla. El enfermero la tomó antes de que cayera, y me indicó recargarme sobre ella boca arriba. Así lo hice, y en el instante volvió a activar el interruptor, con lo que la tabla se sintió atraída de nueva cuenta por la plancha magnética, pero con mi peso no se levantó más de un metro del suelo; y así quedé, acostado en la tabla, que resultó ser una camilla flotante que creaba un perfecto balance entre el poder del magneto del techo y mi peso, para dejar la camilla a suficiente altura para que un cirujano pudiese operar. No parecía que se fuese a voltear y me fuese a caer durante la operación, parecía muy rígida para estar levitando.

Estaba preguntándome cómo harían para operar a alguien sin que el magneto también atrajese el escalpelo o las pinzas, cuando llegaron dos cirujanos, un anestesiólogo, y una enfermera. Atrás de ellos estaban las sombras, llorando y despidiéndose de mí.

No fue hasta entonces que cobré plena conciencia de lo que sucedía. Había algo malo en mí, y tenía que ser removido. Sin embargo, no bastaba con resanar el muro. Había que derribarlo para siempre. Sólo así dejaría de seguir lastimando a todos a mi alrededor. Un pensamiento cruzó mi cabeza: nadie me explicaba para qué querían operarme, si de todos modos la intención era matarme. No había nada que pudiese objetar. Los cirujanos estaban preparando los escalpelos. El anestesista preparaba una jeringa. La enfermera preguntó a qué hora iniciaría. uno de ellos dijo que en cuanto recibiese el pinchazo de la anestesia. Quería gritar, pero no me salía la voz. Nunca sentí tanto miedo, no quería observar cómo me abrían la caja torácica. Siempre me han dado escalofríos los cuerpos abiertos. Nunca lo he soportado. No me dan miedo ni asco, sólo nervios. Siempre que veo un órgano interno, imagino mis propios órganos, lo que me da mucha aprehensión. Nunca he sabido explicarlo. Recuerdo que entró la aguja con el suero en mi brazo, y que no sentí dolor al ser inyectado, y en cuanto sacaron la jeringa ambos cirujanos acercaron los escalpelos a mi pecho, mientras las sombras empezaron a llorar con fuerza, a gritar y convulsionarse.

Me vino a la mente la clásica frase de "Si fueses a morir en los siguientes momentos, ¿cuáles serían tus últimas palabras?". Pero yo estaba demasiado aterrado por estar aún consciente mientras me abrían, y aún más me aterraba saber que ese era mi último acto en vida. La anestesia estaba surtiendo efecto, y me entró un sueño relajante, aunque por lo visto iba a tardar en hacerme perder la razón, así que ardí en llanto, y busqué gritar una última cosa antes de perder control de mi cuerpo. Agarré el brazo del cirujano, quien estaba empezando a hundir el escalpelo en mi pecho. Las lágrimas brotaban como una fuga en una toma de agua mal puesta, y le grité "por lo menos esperen a que me quede bien dormido, no quiero estar consciente mientras me matan". El cirujano asintió y alejó el brazo. Empecé a llorar, y dije un adiós silencioso a las sombras que lloraban. Ya no volverían a llorar ni sufrir por mí. Nadie más volvería a sentir dolor por mi existir. Y ese pensamiento calmó mi terror. Sentí cómo una paz extraña me envolvía, como rayos de sol tras una noche fría. Ya no importaba si mi dolor por herir a los demás era real o falso. Sentí que por primera vez estaba haciendo algo bueno por los demás. Los estaba librando de mí.  Y eso me reconfortó. Abracé a mi muerte mientras iba perdiendo el sentido, hasta que lo perdí por completo. El muro había sido derribado con éxito...




Desperté en mi cama. Todo había sido un sueño. Sentí mi rostro. Había estado llorando. Estaba temblando. El terror que sentí había sido demasiado real. Tanto que intenté levantarme, y me costó darme cuenta que estaba de vuelta en el mundo. Me costó trabajo adaptarme a la realidad, puesto que la experiencia fue tan vivida que por un rato no supe diferenciar al sueño de la realidad. Recordé un libro sobre chamanismo, donde explicaban que los sueños es una dimensión tan real como en la que decimos vivir, y no simples fabricaciones del inconsciente mientras uno duerme. Y eso me dejó aún más confundido. ¿Podía ser que el yo que existe en la dimensión del sueño murió, mientras yo desperté vivito y coleando en el mundo gris y vacío de la gente "racional"? ¿Podría también ser que, mi existencia deja tanto dolor a su paso que hasta a mí mismo tuve que asesinar, sin razón aparente?

No sé aún qué pensar. Pero en esta vida no es como los libros, donde por alguna razón mágica, tienen después todo el tiempo del mundo para meditar sobre ellos. Los envidio. Yo tengo que irme corriendo a trabajar, porque otra vez se me hizo tarde. Quiero ver cuánto tiempo pasará antes de perder la cordura por un simple sueño.


El laberinto del sueño, donde se pierden los demonios de la memoria...

lunes, 11 de marzo de 2013

Historias de un Infierno VI


Estoy en una cantina de mala muerte. No sé que hago aquí. Terminó el día laboral, y unos colegas me invitaron unos tragos. No he comido en todo el día, así que ya estoy borracho con sólo unas cuantas cervezas.

Estos últimos meses han sido horribles. Estoy demasiado estresado, cansado y fastidiado. Los problemas me llegan al cuello. Cada acto es olvidar que estoy hundido, y no tengo hacia dónde ir, y eso me enfurece. No he tenido dinero siquiera para tomar, así que acepto gustoso la invitación. Aunque a decir verdad, yo mismo me invité, y para mi fortuna mis colegas no son envidiosos, al contrario, para ellos cualquiera que se les una es bienvenido.

Estuvimos un par de horas bebiendo y fumando afuera de uno de los locales de grabado, discutiendo sobre un montón de temas referentes al trabajo. Yo soy joyero, mis colegas son grabadores, así que podemos hablar sin sentir que estamos con la competencia o con el enemigo. Los temas son los mismos (no es la primera vez que me quedo a beber con ellos), hablamos de la situación, de que no hay ventas ni trabajo en ningún lado. Mal de muchos, consuelo de tontos. Saberlo me reconforta y al mismo tiempo me deprime aún más. Significa que no parece haber solución a mis problemas, ni hacia dónde moverse.

Los policías de la plaza nos piden que nos vayamos, ya que van a activar las alarmas y no puede quedarse nadie dentro. Salimos, y ellos se dirigen hacia una cantina que está a unos 200 metros. Yo no quiero ir, odio ese lugar. Pero no tengo a dónde ir ni con alguien más, y no me apetece seguir bebiendo en casa, así que decido acompañarlos. Va el dueño de los grabados, uno de los empleados y la esposa de éste, quien apenas entró a trabajar, más para cuidarlo que por necesidad.


El tiempo pasa rápido. El reloj marcaba las 9:40 cuando llegamos, y cuando me doy cuenta, ya casi es medianoche. Yo estoy demasiado borracho. El empleado y su esposa ya se fueron, y la cantina está repleta de gente mayor que yo. El más joven rondará por los 40, soy el único de 27 en ese tugurio. ¿Por qué no hay nadie de mi edad, en cualquier lugar al que voy? ¿Qué hago aquí?

Estoy de pie recargado en la barra, intentando saborear mi cerveza, aunque ya tengo el paladar adormecido. Enfrente hay un ejército de botellas, formadas y listas, y tras de ellas un espejo. Hay un pequeño hueco entre las botellas frente a mí, en el cual dirijo la mirada. Veo mi reflejo. Llevo 7 años acabándome la existencia en el trabajo, pero mi rostro refleja el doble de años. Tengo más canas que muchos señores de ahí. Me da repugnancia lo que veo, y más asco me provoca tener que observar esa maldita decrepitud cada día.

Los meseros sólo reaccionan cuando alguien les grita que les sirvan otra. El dueño de los grabados está bebiendo y hablando con una señora que rondará por los 40, rolliza y ya muy borracha. Junto a ellos hay otros dos borrachos, bebiendo y discutiendo. En las mesas de atrás hay muchos señores, todos gritando, riendo y fumando. La ley antifumadores de esta maldita ciudad no parece tener poder en este lugar, cosa que de algún modo agradezco. No he terminado un cigarro cuando ya estoy encendiendo otro, y así me he terminado casi una cajetilla en sólo dos horas. La rockola tiene cumbias a todo volumen, y vuelvo a preguntarme por qué estoy ahí.

Volteo al espejo y veo otra vez mi reflejo. Una vida tan ruin desde mi punto de vista. La señora rolliza me trae un recuerdo que siempre he querido sepultar...


La primera vez que me emborraché fue tras una pelea con una ex-novia cuyo nombre no quiero acordarme. Estaba triste, y como no sabía qué hacer, quise recurrir al olvido como todo mundo: con alcohol. Tenía 18 años. Fui a un bar, donde empecé a pedir cerveza tras cerveza. Después de 10, ya estaba muy mareado. Una señora gorda que estaba a mi lado también estaba borracha, aunque no tanto. Traía, según recuerdo, un vestido negro, el cual remarcaba sus lonjas, aunque también le levantaba el busto y el trasero, ambos prominentes, aunque no muy firmes. Tenía el cabello rizado y largo, y por las facciones me pareció la dueña de algún tugurio de burlesque, o hasta la chica de una casa de citas. No me quitaba la vista de encima. Después de un rato, me pidió un cigarro, y después me ofreció algo que me pareció una grapa de cocaína. Le di las gracias, pero le aseguré que no me interesaban las drogas. Me preguntó por qué estaba triste. Le expliqué a grandes rasgos, y al final no dijo nada, sólo me pasó la mano por la espalda y me dijo "estás muy joven para llorar por amor".
Salí del bar y me paré en la avenida a esperar un taxi. La gorda me alcanzó, y me pidió dinero para ella poder tomar un taxi también. Saqué algunas monedas y se las di. Llegó uno, se subió, y me dijo que subiera con ella. Estaba tan borracho que accedí.
Después todo se me hace confuso. Medio recuerdo que en el camino le puse las manos en sus orondos y flácidos senos, mientras ella reía e intentaba hacer que me quedara quieto, y al mismo tiempo daba instrucciones al taxista para llegar a su destino. Llegamos a una calle obscura, donde bajamos. Le pagué al taxista y se fue. Recuerdo que tenía unas ganas incontrolables de orinar. Ella me dijo "Espérame aquí, voy a pedirle dinero a mi marido y ya nos vamos a coger" y desapareció en lo que parecía la entrada a una vecindad, igual de obscura que la calle. La idea me estremeció. Aunque ya había explorado con las manos a una ex que tuve a los 15, y a la chica con la que andaba entonces (suena ridículo, es mejor decirlo coloquialmente: "aunque ya me había fajado a dos viejas"), hasta entonces nunca había tenido sexo tal cual, y en ese entonces tenía miedo de quedar en ridículo con mi novia por ser aún virgen y no saber cómo proceder, así que no estaría mal "practicar" con esa puta gorda, que al parecer era toda una "Cougar" fanática de los falos jóvenes y fuertes. Al menos todo eso pasaba por mi ebria cabeza.
Ella tardó, y yo ya no soportaba la urgencia de orinar, así que fui al rincón más obscuro de la calle, junto a un trailer estacionado a pocos metros, y ahí oriné rápidamente, cuidándome de las patrullas y de cualquiera que pasase por ahí. Terminé y volví al lugar donde me indicó esperarla.
Fue entonces cuando, ya con la mente y el cuerpo más tranquilos, la cobardía se apoderó de mí. ¿Qué tal si el "marido" de la gorda se percataba de que iba a coger con otro y salía a buscarme, y yo desarmado, borracho y sin dinero? ¿O qué tal si la gorda me pegaba una infección si todo salía según lo planeado? Se me ocurrieron un buen de estupideces, así que empecé a correr, lejos de ahí. Nunca había estado borracho, así que gran parte del trayecto lo di en zig zag, mientras volteaba para asegurarme que nadie me seguía e intentaba mantener el paso rápido sin tropezar. Al final llegué a una avenida conocida, paré un taxi y me fui. Me botó a 1 cuadra de mi casa, afuera de un kindergarden, donde recuerdo que vomité. Entré a mi casa y me quedé dormido.
Al día siguiente vi a una señora barriendo afuera del kinder donde vomité. Quizá alguna facción me delató, porque se me quedó viendo con ojos de muerte cuando pasé por ahí. Después supe que la chica que era mi novia estuvo muy preocupada porque nadie supo de mí, y yo llegué muy tarde (nostalgia me da recordar aquella época en que los celulares apenas estaban poniéndose de moda y no cualquiera traía uno). Me pidió disculpas por la discusión del día anterior, y yo hice lo mismo. Recuerdo que prometí no volver a embriagarme, puesto que tuve una muy mala experiencia (que obviamente nunca le conté).

9 años después de esa experiencia, me resulta inconcebible no emborracharme. Por otro lado, me entristece saber que me duele menos recordar a esa puta gorda que a la puta que consideraba mi novia en aquel entonces.





Estoy solo en esta cantina. Solo, para variar. Estoy cansado, triste, fastidiado, y gracias a tanto alcohol los recuerdos se hicieron más pesados. Tengo ganas de ir a donde haya gente de mi edad. Pero no tengo mucho dinero, y debe durar lo más posible. Tengo que irme a casa. No quiero gastar en un taxi, y pronto cerrarán la estación del metro. Me despido del dueño de los grabados, de la gorda que me recordó esa experiencia. Salgo, y por primera vez en mucho tiempo, veo que tomé más de la cuenta. Termino vomitando. Eso también me trajo recuerdos.

Logro llegar a la estación, tomar el último tren y llegar a casa. Paso antes a un puesto de tacos de birria que está siempre abierto, sin importar la fecha o la hora. 5 tacos y un consomé bastante picosos me traen de vuelta al mundo. Llego a casa y me quedo dormido.


Despierto, y veo mi reflejo. Peor que el día anterior. Sé que la semana que se avecina va a ser aún más pesada. Y la memoria me estorba demasiado. Aún así, me da algo de curiosidad saber qué recuerdos me traerán los acontecimientos de mi próxima borrachera.