Imagen por Gregory Lee. Dense una vuelta x su blog, tiene ilustraciones majestuosas.
El laberinto del sueño, donde se pierden los demonios de la memoria.
Recuerdo que voy conduciendo por alguna calle que solía conocer, aunque no era para nada similar a lo que conozco como la realidad. Había quedado de verme con una chica. Sentía que esta vez sí iba a verla.
Estoy emocionado. Siento que esta vez sí voy a sanar las heridas. Tengo una facilidad etérea para herir a la gente. Creo que es mi único don. Toda la gente que se cruza en mi camino termina yéndose como si deseasen no haberme conocido nunca. Supongo que no es raro. Siempre que camino la gente me ve con recelo. Como si esperasen que en cualquier momento fuese a atacarlos. Otros me ven con asco. Desde que tengo uso de razón he sentido esas miradas. Incluso aquellos a quienes he considerado como amigos, en algún momento han sentido vergüenza de mí. O mejor dicho, yo he hallado la forma de avergonzarlos. Es de mala educación culpar a los demás del error social que es el desdoblar la mente.
Incluso las chicas a las que amé, quienes a su vez me amaron en su tiempo, fueron más heridas que yo. De una no sé absolutamente nada, y a veces barajo la posibilidad de que se haya suicidado. En el mundo actual, donde el registro digital de almas es una lista sin escapatoria, alguien que no aparezca o está muerto o simplemente vive en alguna isla remota. Y ella quedó muy trastornada tras nuestra ruptura, así que dudo que se haya aislado del sistema. Otras dos ahora son madres solteras. No es raro en la sociedad actual, donde como dijo acertadamente una chica llamada Zirta "antes las mujeres sólo venían al mundo a buscar marido y tener hijos, ahora vienen a tener hijos y luego a buscar marido". Una más, hizo que un hombre mayor que ella, con mucho dinero y bien parecido (en sus palabras), dejase a su esposa e hijos para casarse con ella. Desconozco qué fue de ella, pero aún recuerdo las veces que, aún sabiendo que yo era todo lo contrario (jodido, feo y de su edad, no mayor) siempre me buscase, como intentando revivir lo que alguna vez sentimos pero nunca nos atrevimos a aceptar. Aquello quedó sellado en un largo beso, del que nunca nos atrevimos a darle una historia. No fuimos nada, porque nunca nos atrevimos a ser todo.
Y todas ellas tienen algo en común: yo me siento en cierta forma responsable de sus destinos. Es absurdo, pero toda la vida algo o alguien me ha hecho sentir culpable de alguna estupidez, así que es casi una respuesta natural para mí. No puede suceder nada sin que me sienta culpable. Es un infierno. Un infierno silencioso, nadie parece comprenderlo. Siempre es más fácil admitir un trastorno y seguir adelante que adentrarse en el corazón y afrontar demonios que, a fin de cuentas, no morirán mientras yo siga vivo. ¿Para qué voy a luchar contra mí mismo, si morir es la única forma de vencer definitivamente? Es como querer cambiar un muro salitroso y apolillado. Por mucho que lo pinten y resanen, la única solución definitiva será derribarlo. El día que lo tiran, el muro se ha corregido, pero ya no existe. Se puede reemplazar, pero nunca será el mismo. Si yo muero, algo más ocupará mi lugar, mas ese algo no seré yo mismo.
Pero esta vez voy con una seguridad como nunca. Sé que esta vez podré ver a una de aquellas chicas a quienes lastimé, podré lamer sus heridas y reparar su corazón, hasta el punto antes de que me conociese. No tienes la culpa de ninguna herida, intenta decirme una voz interna. No hago caso. Sé que enmendaré las cosas.
Llego a una glorieta donde siempre pasé cuando era niño. Es bastante amplia, y en medio hay una fuente con una estatua de piedra majestuosa. Cibeles en una carroza jalada por leones. A sus alrededores hay edificios viejos, donde juraría que viven fantasmas, o lo que queda de ellos. En una esquina un restaurante de esos que cobran el triple de lo que cuesta una comida normal y te sirven la tercera parte de la misma. Te dejan el estómago y la cartera igual de vacíos. Junto hay un callejón donde los fines de semana se ponen puestos ambulantes vendiendo basura inútil y desechable a precios exorbitantes. A la derecha hay una escuela primaria, y más adelante un restaurante de comida japonesa aspiracional, no es ni barato ni delicioso.
Al menos todo eso hay normalmente.
Yo voy conduciendo un Subaru. Sólo sé que es un Subaru porque fue lo primero que se me ocurrió. Creo que ni siquiera he visto uno físicamente. Y da igual. No pienso en ello en el trayecto. Ni siquiera se me ocurre que realmente no tengo coche siquiera, ni tengo licencia de conducir. Vamos, no sé ni conducir. Algo dentro de mí sabe que todo esto es un sueño, pero en estos momentos es lo de menos, voy dando vuelta a la glorieta y conduciendo a buena velocidad, esperando ver a la chica a quien debo sanar. La glorieta parece más pequeña, y alrededor no hay edificios viejos, tianguis baratos, escuelas o restaurantes de mierda. Sólo hay muros de piedra. Parece una zona de guerra.
La veo a lo lejos, caminando sobre una calle con banquetas mal hechas, pavimento de quinta, y un camellón en medio con palmeras, como si esta ciudad estuviese en alguna costa. Me estaciono rápidamente en una orilla, apago el coche y salgo corriendo tras ella. Advierto que estoy en un carril de sentido contrario, pero no me detengo. Si hago daño a todo mi alrededor, un coche mal estacionado es lo de menos. Corro tan rápido como puedo. En menos de veinte metros siento los estragos del tabaquismo. Me duele el pecho, siento que se me achica aún más, pero no puedo detenerme. Sudo frío, me falta el aire, empiezo a enfocar menos de lo desenfocado que parece mi entorno. Un corazón roto me espera, digo para mis adentros. No me voy a morir sin reparar los daños. Así que sigo corriendo
Finalmente la alcanzo, jadeando y resoplando. Ella siente mi mano sobre su hombro. Voltea y sonríe asombrada. Podría jurar que se le humedecen los ojos mientras exclama "¡Hola!". La veo, y no hago nada. Siempre imaginé cómo reaccionaría si la volvía a ver. Fantaseaba sobre qué cara debía poner, qué debía decir, incluso cómo debía sentirme. Pero al estar frente a ella, no digo nada. No puedo. Veo que todo ya está perdido. Todo tiene sentido ahora. No puedo sentir nada por nadie más. Y no puedo dejar de engañarme a mí mismo. Nunca me he sentido culpable de nada, aún si es mi culpa realmente. Lo que me hace sentir mal es precisamente la falta de interés. El no poder preocuparme por nada. Y el dolor que siento es egoísmo disfrazado de empatía. Así que me alejo de ella. Aún si soy egoísta y no pienso más que en mí, ella no merece otra herida por ello.
A dos cuadras me detengo, sin mirar atrás. Entonces todo se vuelve aún más extraño. En una calle que juraría conocer, me detiene alguien que conozco. Más bien parece la sombra de alguien que conozco, pues no tiene forma. Me dice que ya es hora. Y caminamos a paso ligero hacia lo que parece un hospital en miniatura. Entro, donde un doctor más alto que yo me observa con ojos de desazón. Hay otras personas junto a él. Familiares y amigos, gente que insistía en mostrar genuina preocupación por mi porvenir, aunque algo dentro de mí sabe que, aunque están tristes y sollozando sólo son sombras. Sombras que asimilan muy bien los sentimientos. Casi tan bien como yo, el rey egoísmo.
Entro a una sala que parece sacada de una película futurista. Asimov tendría un orgasmo en seco al verla. Un cuarto de unos tres por dos metros. Arriba tiene una serie de focos blancos, que alumbraban como la antesala al paraíso. Un magneto electrónico sostenía una especie de tabla, similar a las de surf, pero sin aletas, y totalmente hecha de titanio. Me recordó la tabla de Silver Surfer. Fuera de ello, no había nada más en el cuarto. Ni muebles ni sillas, aunque el ambiente se sentía esterilizado. Sin duda era una habitación para cirugías. Un enfermero llegó al cuarto, movió un interruptor que había en la pared, y el magneto pareció soltar la tabla. El enfermero la tomó antes de que cayera, y me indicó recargarme sobre ella boca arriba. Así lo hice, y en el instante volvió a activar el interruptor, con lo que la tabla se sintió atraída de nueva cuenta por la plancha magnética, pero con mi peso no se levantó más de un metro del suelo; y así quedé, acostado en la tabla, que resultó ser una camilla flotante que creaba un perfecto balance entre el poder del magneto del techo y mi peso, para dejar la camilla a suficiente altura para que un cirujano pudiese operar. No parecía que se fuese a voltear y me fuese a caer durante la operación, parecía muy rígida para estar levitando.
Estaba preguntándome cómo harían para operar a alguien sin que el magneto también atrajese el escalpelo o las pinzas, cuando llegaron dos cirujanos, un anestesiólogo, y una enfermera. Atrás de ellos estaban las sombras, llorando y despidiéndose de mí.
No fue hasta entonces que cobré plena conciencia de lo que sucedía. Había algo malo en mí, y tenía que ser removido. Sin embargo, no bastaba con resanar el muro. Había que derribarlo para siempre. Sólo así dejaría de seguir lastimando a todos a mi alrededor. Un pensamiento cruzó mi cabeza: nadie me explicaba para qué querían operarme, si de todos modos la intención era matarme. No había nada que pudiese objetar. Los cirujanos estaban preparando los escalpelos. El anestesista preparaba una jeringa. La enfermera preguntó a qué hora iniciaría. uno de ellos dijo que en cuanto recibiese el pinchazo de la anestesia. Quería gritar, pero no me salía la voz. Nunca sentí tanto miedo, no quería observar cómo me abrían la caja torácica. Siempre me han dado escalofríos los cuerpos abiertos. Nunca lo he soportado. No me dan miedo ni asco, sólo nervios. Siempre que veo un órgano interno, imagino mis propios órganos, lo que me da mucha aprehensión. Nunca he sabido explicarlo. Recuerdo que entró la aguja con el suero en mi brazo, y que no sentí dolor al ser inyectado, y en cuanto sacaron la jeringa ambos cirujanos acercaron los escalpelos a mi pecho, mientras las sombras empezaron a llorar con fuerza, a gritar y convulsionarse.
Me vino a la mente la clásica frase de "Si fueses a morir en los siguientes momentos, ¿cuáles serían tus últimas palabras?". Pero yo estaba demasiado aterrado por estar aún consciente mientras me abrían, y aún más me aterraba saber que ese era mi último acto en vida. La anestesia estaba surtiendo efecto, y me entró un sueño relajante, aunque por lo visto iba a tardar en hacerme perder la razón, así que ardí en llanto, y busqué gritar una última cosa antes de perder control de mi cuerpo. Agarré el brazo del cirujano, quien estaba empezando a hundir el escalpelo en mi pecho. Las lágrimas brotaban como una fuga en una toma de agua mal puesta, y le grité "por lo menos esperen a que me quede bien dormido, no quiero estar consciente mientras me matan". El cirujano asintió y alejó el brazo. Empecé a llorar, y dije un adiós silencioso a las sombras que lloraban. Ya no volverían a llorar ni sufrir por mí. Nadie más volvería a sentir dolor por mi existir. Y ese pensamiento calmó mi terror. Sentí cómo una paz extraña me envolvía, como rayos de sol tras una noche fría. Ya no importaba si mi dolor por herir a los demás era real o falso. Sentí que por primera vez estaba haciendo algo bueno por los demás. Los estaba librando de mí. Y eso me reconfortó. Abracé a mi muerte mientras iba perdiendo el sentido, hasta que lo perdí por completo. El muro había sido derribado con éxito...
Desperté en mi cama. Todo había sido un sueño. Sentí mi rostro. Había estado llorando. Estaba temblando. El terror que sentí había sido demasiado real. Tanto que intenté levantarme, y me costó darme cuenta que estaba de vuelta en el mundo. Me costó trabajo adaptarme a la realidad, puesto que la experiencia fue tan vivida que por un rato no supe diferenciar al sueño de la realidad. Recordé un libro sobre chamanismo, donde explicaban que los sueños es una dimensión tan real como en la que decimos vivir, y no simples fabricaciones del inconsciente mientras uno duerme. Y eso me dejó aún más confundido. ¿Podía ser que el yo que existe en la dimensión del sueño murió, mientras yo desperté vivito y coleando en el mundo gris y vacío de la gente "racional"? ¿Podría también ser que, mi existencia deja tanto dolor a su paso que hasta a mí mismo tuve que asesinar, sin razón aparente?
No sé aún qué pensar. Pero en esta vida no es como los libros, donde por alguna razón mágica, tienen después todo el tiempo del mundo para meditar sobre ellos. Los envidio. Yo tengo que irme corriendo a trabajar, porque otra vez se me hizo tarde. Quiero ver cuánto tiempo pasará antes de perder la cordura por un simple sueño.
El laberinto del sueño, donde se pierden los demonios de la memoria...